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Escafandras: blog de psicología online

Blog sobre psicoterapia online, feminismo y salud mental

  • Foto del escritor: Ángela Cardona
    Ángela Cardona
  • 30 sept
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 22 oct

Sentirse tonta, el mal de las listas



Sentirse tonta tiene que ver más con

una resistencia a lo que se sabe, que a no saber



mujer con escafandra comiendo  pasta

I.


Muchas veces me sentí tonta en terapia.


No lo digo por estar en terapia, sino estando ahí en las sesiones de terapia.


Pensaba: “¡Qué tontería más grande la que digo, me siento tonta cuando hablo!”.


Sentía que cada cosa que decía era una tontería, que no tenía importancia y que estaba torturando a mi terapeuta, en este caso a un psicoanalista al que yo elevaba a una especie de maestro que lo sabía todo, pero no me decía mucho.


Y en un punto era verdad: le torturaba, porque mi posición de tonta era bastante inamovible y nuestras sesiones, algunas muy soporíferas, ocurrían a las tres de la tarde, es decir, en horario de sobremesa. Esta decisión ya no era mía, ese problema era suyo, pero se convertía en mío cuando el bostezo, natural a esas horas, era interpretado por mí como inequívocamente aburrimiento, y lo interpelaba, le solía preguntar“¿Te aburro?”.


Curiosamente, en mí también convivía, al salir de sesión, la sensación de que yo era muy inteligente y la ilusión de que era una de las pacientes más listas que tenía mi analista, al menos la que se enfrentaba a sí misma con más entrega. Esto no era verdad. Tampoco mentira.


Nunca me dijo que no era tonta, o que era lista; no me quitó el sentimiento de inseguridad cuando le decía esto. Supo que no le creería. Supo que no se trataba de eso, sino de otra cosa: que ese sentirse tonta no significaba no ser inteligente.


Significaba no querer saber lo que ya sabía.

Y eso me costó saberlo: sentirse tonta ocurre porque en un punto somos conscientes que estamos sosteniendo una tontería. Ahora os cuento cuál.


II.


En una de las sesiones, mi analista me dio un texto teórico para que leyera sobre este tema y… ¡oh, sorpresa!, no lo entendí.

Me embotaron las palabras, no entendí el contexto, no entendí la construcción gramatical ni la prosa. No entendí nada, y ese "no entender" fue un bloqueo particular, como diría mi psicoanalista, una inhibición subjetiva.


El texto era La tontería de Jean Claude Mildner (lo dejo aquí a quien le apetezca; si os parece fácil o difícil, no va de eso este tema).


A mí me pasó algo específico con ese escrito, y lo sé, porque yo leía a diario textos complejos: psicoanalíticos y filosóficos, que eran lecturas altamente abstractas y estaba acostumbrada a esa dificultad, a ese encriptamiento. Pero este texto se me hizo bola. Lo metí en un cajón y no supe más de él.


Al menos hasta exactamente unos diez años después,


Ya en otra etapa de mi vida, lo leí de vuelta. Leí esa “tontería” de texto (nótese mi fastidio) y entendí algo: que tontos somos todos, sobre todo por sostener una idea , la de la “pasión por los vínculos”.


III.


son un apareja caminando cada uno lleva una escafandra

Y es que la tontería, el no querer saber, permite que no cambien las cosas, y ya sabemos que nos da miedo que las cosas cambien. "Hacerse el tonto", ayuda a que las cosas no se salgan de control, a que lo que se dice no afecte a los vínculos, que no haga temblar los cimientos en donde se construyen los lazos afectivos.


Y aquí siempre es importante recordar que, aunque no lo diga el texto, la economía de los vínculos, la economía afectiva, ha estado sostenida principalmente por las mujeres como un mandato de género.


A las mujeres no solo se nos ubica socialmente como las que gestionamos y sostenemos los vínculos afectivos, (somos nosotras las que sabemos cómo está el otro, cuándo cumple años, cuándo nos necesita, la llamada a los padres, la crianza, el cuidado físico, etc.), sino que, además, es por ello que somos validadas. Se nos juzga de acuerdo con la cantidad, la calidad y el sostenimiento de los vínculos desde pequeñas.


Entonces esta es la trampa en la que etamos atrapadas, en la tontería. Es decir, que aun teniendo la capacidad, que aun siendo listas, se activa este mecanismo para sostener la creencia de que todo se puede por amor, en que existe la perpetuidad, la amistad para siempre, la omnipotencia de los padres, la homogeneidad entre todos, que el amor todo lo puede, etc.


Es un mecanismo de defensa, porque hacerse cargo de lo que sí se sabe es cuestionar esa creencia e implica un costo económico en el organismo que no se está dispuesto a soportar.


De allí la muletilla al final de las frases, por ejemplo, tan común en las mujeres, del “no sé” o del “qué sé yo”, para restablecer todo vínculo como al principio, para desdecirse y no decir nada… como si eso fuera posible. (más sobre estas muletillas en este articulo)


Mildner dice algo que me hubiera gustado haber entendido o, por lo menos, haber sido consciente de que lo entendía en su momento:


“Un mínimo de tontería es necesario para que las cosas funcionen, para sostener la idea de que las cosas perduran. Que el sentido de las cosas se sostiene. Pero aceptar esa cuota de tontería no significa que una deba dedicarse a ella”. (Como se nota que lo escribió un hombre que, por socialización, no le empujaron a hacer de los vínculos su centro).


Yo me dedicaba a la tontería; insistentemente no me atrevía a saber lo que sabía, y al contrario, a creer que yo sola podía sostener los vínculos de mi vida.

Sufría por ello, y ahí en el diván lloraba porque sabía que sabía eso, pero no quería saberlo.


Es una de las grandes paradojas, que el sentirse tonta, es el mal de las listas, donde las más apasionadas por la verdad, las que más la buscan, son justamente las que no ven lo obvio, y mi trabajo en la consulta ahora, ya como psicoterapeuta, consiste en ir más allá y entender qué es lo que están protegiendo con ese “sentirse tontas”, porque de tontas, ni un pelo.








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